viernes, 28 de marzo de 2008

Mi querida hija Hildegart (II)



Ya desde el embarazo se había sometido Aurora a una serie de cuidados que tendrían como finalidad hacer de su bebé un ser humano en las mejores condiciones físicas; ya se encargaría ella de modelar su mente y su espíritu una vez naciera. Cuando esto ocurre, su vida, como ya había ocurrido con su sobrino Pepito, se volcó en el cuidado y educación de su hija. Una niña que con once meses hablaba, antes de los dos años leía y escribía y que a los cuatro mecanografiaba con bastante soltura. Terminó el bachillerato a los trece años y a los diecisiete ya era abogado y tenía además estudios universitarios de filosofía, literatura y medicina.

Pero si ya resulta llamativo su curriculum escolar todavía más lo hace su vida pública, centrada en lo político y en su labor como una de las más afamadas higienistas del ámbito hispánico. Sobre este último aspecto proponía una serie de medidas relacionadas con la eugenesia que, pese a lo sorprendente que nos puedan parecer, eran compartidas por buena parte de la élite intelectual de la época, como apuntaba antes:

(…) el Estado delegaría en los médicos, que sería quienes dictarían los placeres y prohibiciones de las gentes en pro de una adecuada higiene de la raza. “La eutanasia, que cumple una labor que los padres no han sabido hacer a tiempo, defiende a la sociedad y libera a los seres del dolor”, afirmará Hildegart. Además, habría viveros infantiles, en los que se generaría una raza infinitamente superior a la actual. (…) Y para que el Estado no tuviera gastos innecesarios, no se cuidaría a los seres inferiores porque eso costaría mucho dinero y no reportaría beneficios a la sociedad.

En lo político, en un primer momento (a finales de los años 20 y los primeros años de la República) milita en las filas del Partido Socialista pero cuando tras diversos acontecimientos políticos (Casas Viejas, el intento de golpe de Estado en el 32) ve que los postulados que los socialistas preconizaban no eran llevados a cabo por parte de los militantes, se pasó al Partido Federal, lo que le acarreó no pocas enemistades. Pues Hildegart en su labor como periodista había denunciado públicamente las contradicciones que encontraba en su anterior Partido, lo que casi nunca sentó bien entre los que antes eran compañeros suyos.

Sin descuidar su labor como higienista, su intensa actividad política comienza a absorberla cada vez más, lo que no es visto con buenos ojos por su madre. Esta estaba detrás de todas las actuaciones públicas de Hildegart, la acompañaba a todas partes, se cree incluso que algunos de los artículos firmados por la hija fueron escritos por la madre. No hay certeza sobre lo que voy a afirmar ahora, pero es lógico pensar que esta situación llegaría agobiar a una joven de dieciocho años. Tanto, que se sabe que Hildegart le llegó a decir a su madre que se iba a marchar al extranjero a vivir su propia vida. Esto, unido a ciertos rumores que apuntaban a una relación amorosa entre Hildegart y un compañero del Partido Federal hirieron profundamente a Aurora, que siempre consideró a su hija un instrumento de su labor redentora, una obra de su potestad.

La mató. Tomó un revólver con el que días antes había estado practicando y, mientras Hildegart dormía (habían discutido la noche anterior) Aurora descargó cuatro tiros sobre el cuerpo inerme de su hija. Era junio de 1933, aún no había cumplido diecinueve años.

Aurora se declaró culpable del crimen desde el primer momento pues estaba bien orgullosa de lo que había hecho. “Yo la creé, así que yo era la única que tenía el poder de eliminarla, lo único que querían todos sus compañeros de política era prostituirla, en sentido figurado y también literal. La maté para salvarla”, podían haber sido sus palabras.

Estas y otras muchas cosas cuenta Carmen Domingo en este libro irregular. A pesar de que la historia es fascinante y que la autora ha llevado a cabo una estupenda labor de documentación no me ha quedado la sensación de tener una visión profunda sobre el tema. No siempre ha sabido redactar todo el caudal de datos y fechas de una forma correcta. Por no hablar del plagio directo de un buen montón de fragmentos pertenecientes al informe psiquiátrico que se hizo a Aurora en Ciempozuelos (resta decir que Aurora estaba loca y que después del juicio y tras un breve paso por la cárcel la ingresaron en un psiquiátrico) y que se incluye como apéndice documental. Que menos que decir lo mismo con otras palabras, o incluso hacer una pequeña valoración personal si no se puede aportar nada nuevo ni objetivo.

Por otra parte, el ritmo de la narración deja en muchos momentos bastante que desear. Para mí un buen escritor tiene algo de músico puesto que debe tener oído y sentido del ritmo, crear melodías, armonías completas, cadencias perfectas. En el caso de Mi querida hija Hildegart, la narración adolece en muchas ocasiones de saltos, de síncopas, que en un texto más barroco tendrían su razón de ser pero no en este que intenta ser clarificador de una serie de hechos bastante complejos.

Como puntos a su favor una correcta impresión de las distintas corrientes de pensamiento y los diversos conflictos políticos que fueron dividiendo a la izquierda y a la intelectualidad de la Segunda República española, y desde luego, un acercamiento apasionado a esta historia que ni entonces ni ahora deja indiferente a nadie.

La referencia bibliográfica es: Carmen Domingo, Mi querida hija Hildegart, Destino, Barcelona, 2008.

miércoles, 26 de marzo de 2008

Mi querida hija Hildegart (I)



Acabo de terminar de leer una biografía sobre Aurora e Hildegart Rodríguez escrita por Carmen Domingo llamada como el título de esta entrada. Conocí la historia de estas dos mujeres singulares hace unos diez años y desde el principio me causó un gran impacto. Durante un tiempo busqué más información que la que Rosa Montero incluía en su reportaje de El País pero nada encontré (parece mentira pero en el 98, hace tan solo diez años, internet no era algo tan cotidiano en nuestras vidas). Casi las había olvidado cuando, buscando un buen regalo en La pecera, una librería estupenda, pequeña, selecta, encontré un libro de nada menos que 300 páginas sobre mis dos mujeres.

Aurora Rodríguez nació en el Ferrol en 1879. Tuvo una infancia solitaria, encerrada siempre en el despacho de su padre, escuchando las conversaciones entre este y sus amigos intelectuales sobre las guerras de Filipinas y Cuba y leyendo absolutamente todos los libros que había en su biblioteca (derecho, medicina, autores clásicos). Cuando contaba con quince años su hermana mayor tuvo un hijo natural (curiosa manera de llamarlo; parece que el niño hubiera salido de una maceta) y fue Aurora quien se hizo cargo de él. Se volcó completamente en aquel niño y empezó a estimularlo especialmente en relación a la música, al aprendizaje del piano. El niño se convirtió en el entonces muy conocido Pepito Arriola del que se dice fue más precoz que Mozart pues a los dos años ya daba conciertos. La hermana de Aurora quiso en aquel momento hacerse cargo de su hijo, privándola a ella de su cuidado, lo que al parecer afectó muchísimo a Aurora. Sin embargo, una idea se había instalado ya en su cabeza: crear su propia “muñeca de carne” para modelarla y para que pudiera continuar la obra de redención de la humanidad que Aurora ya empezaba a tener en su cabeza.

Así, fue pasando el tiempo y, teniendo Aurora treinta y cinco años, quiso realizar el proyecto que tanto tiempo había meditado. Antes, había seguido leyendo, afirma la autora que de forma desordenada. Madura en su cabeza la idea de que para mejorar la sociedad lo más adecuado sería llevar en práctica la eugenesia. Sobre lo que es esta corriente de pensamiento se explica en el libro:

La eugenesia –ciencia del buen nacer, o de la selección de los nacimientos- era una de las teorías científicas que desde finales del siglo XIX se planteaban los médicos como fórmula de “saneamiento” social. Muchos teóricos europeos y norteamericanos se sumaron a la defensa de la aplicación de estas teorías (…) fueron eugenistas Winston Churchill, Bernard Shaw, J.M. Keynes, Henry Ford, el movimiento libertario ibérico y los nazis alemanes, lo que muestra el amplio abanico ideológico de sus seguidores.

(…) Lo que los eugenistas pretendían era que las sociedades progresaran y mejoraran no solo en la economía, el conocimiento o la moralidad, sino también biológicamente. Para ello había que controlar la reproducción y, con ella, el incremento de enfermedades de transmisión genética facilitando de este modo la procreación de los más aptos y valiosos, y dificultando la reproducción de los ineptos, tarados, enfermos mentales, deficientes, epilépticos, etc. En otras palabras, había que sanear España si se quería que tuviera un futuro “digno”.


Para realizar esta ingente labor de regeneración necesitaba un instrumento que sería la hija que ella concibiera y que tendría que expandir por el mundo sus ideas reformistas. Buscó para ello a su “colaborador fisiológico” (rechazaba de plano cualquier tipo de contacto sexual pues no le reportaba ningún placer, para ella era simplemente un trámite) y quedó embarazada. Una vez que está segura de ello parte a Madrid para llevar hacia delante su plan en la bulliciosa capital. Allí nace Hildegart en diciembre de 1914.

domingo, 16 de marzo de 2008

Es extraña la piel. Es una barrera dulce que nos lleva al cuerpo, al propio y al de otros. Una funda cálida que ofrezco como lugar de descanso a caminantes que yo misma elijo. La mano que tiendo sin llegar.

Es también el lugar de las cicatrices, el de los cortes y la sangre, los olores secretos.

lunes, 10 de marzo de 2008

El hombre más triste del mundo

Ayer me encontré al hombre más triste del mundo.

Pasó entre la gente hasta alcanzar la esquina de la barra y con un gesto breve pidió un whisky. El camarero se lo sirvió sin apenas mirarlo. La música sonaba alta. A su lado un grupo de gente más joven que él gesticulaba y reía.

El hombre más triste del mundo tenía unos enormes ojos verdes que los pesado párpados no podían esconder. Su rostro era enjuto, tenía la piel gruesa. El rictus de la boca era un garabato.

Estaba absorto el hombre, en su whisky y en su pena. Una extraña luz violácea envolvía su figura. La versión acústica de una vieja canción country lo aislaba todavía más de la masa alegre y ajena a él.


Estaba terminando su copa cuando el hombre más triste del mundo me miró. Su mirada honda y taciturna rompió la barrera que lo rodeaba y se puso en contacto con la mía. Me pareció incluso que sus ojos de agua sonreían de alguna forma (una o dos arrugas se habían desplazado).

Y de repente me sentí aliviada porque yo estaba al otro lado, donde la pena no me tocaba, feliz, acompañada. Y sentí pena de la soledad del hombre más triste del mundo.