lunes, 15 de octubre de 2007

Lewis Nabokov

Nunca le pareció más bella que aquella tarde. Ella intentaba atrapar los espermas volantes, blancos, minúsculos, las pequeñas semillas de vida que la primavera había traído en su respiración mientras esparcía su pequeña humanidad por todo el jardín. Lewis la observaba desde la casa con detenimiento, escrutando aquí y allá, casi con fervor.

Deseaba a aquella niña con una pasión febril y poco sana, llena de remordimientos y temores, con un sabor agridulce en la boca y una agitación incontrolable en el pecho. Le había robado toda razón de ser excepto ella misma.

Era distinta de las demás; ese miedo que podía ver reflejado en los ojos de las otras nínfulas, todas bellas, todas tiernas, todas asustadas respondiendo temerosas por debajo de sus máscaras, era imposible encontrarlo en los ojos de la tierna Alice. Su carita redonda le sonreía cada vez que se encontraban y le suplicaba de tal manera que creara una historia para ella que le era imposible negarse. Sus ojos marrones lo miraban expectantes y sus mejillas enrojecían regularmente a medida que iba dando forma a la historia. Mientras, él temblaba de emoción.

Oh Alice, Alice, Alice... y podría haber estado diciendo su nombre toda la vida.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Qué texto tan bonito! pero qué repelús me da!