domingo, 13 de enero de 2008

Estás perdiendo la cabeza, Viskovitz

- ¿Cómo era papá? - le pregunté a mi madre.
- Crujiente, un poco salado, rico en fibra.
- Quiero decir antes de comértelo.
- Era un mequetefre inseguro, angustiado, neurótico, un poco como todos vosotros, los machitos, Visko.

Me sentía más cercano que nunca a aquel genitor al que no había llegado a conocer, que se había descompuesto en el estómago de mamá mientras yo era concebido. De quien no había recibido calor sino calorías. Gracias, papá, pensé. Sé lo que significa, para una mantis macho, sacrificarse por la familia.

Me detuve un instante, en grave recogimiento, ante su tumba, es decir, ante mi madre, y entoné un miserere.

Al poco rato, como pensar en la muerte nunca dejaba de provocarme una erección, consideré llegado el momento de reunirme con Ljuba, el insecto al que amaba. La había conocido un mes antes, en el matrimonio de mi hermana, que por otra parte era también el funeral de mi cuñado, y había quedado prisionero de su cruel belleza. No habíamos dejado de vernos desde entonces. ¿Cómo había sido posible? Dios me había bendecido con el don más apreciado por nosotros, los mantis: la eyaculación precoz, condición indispensable de cualquier historia de amor que aspire a no ser efímera. La primera semana había perdido solo un par de patas, las raptatorias, la segunda el prototórax, con sus anexos para el vuelo, la tercera...

- ¡No lo hagas, Visko, por el amor de Dios! - empezaron a gritarme mis amigos Zucotic, Petrovic y López, encaramados en las ramas más altas.

Para ellos la hembra era el demonio, la misoginia una misión. Desde la metamorfosis sufrían algún tipo de desviación o disfunción sexual, habían adoptado los votos del sacerdocio y se pasaban todo el santo día mascando pétalos y recitando salmos. Eran muy religiosos.

Pero no había oración que pudiera deternerme, no ahora, que oía el gélido suspiro de mi amada, el sombrío rumor de sus membranas, su fúnebre y burlona sonrisa. Me moví frenéticcamente en dirección a aquellos sonidos, con la única pata que me quedaba, apoyándome en mi erección, esforzándome por visualizar la gloria de sus formas, ahora que no podía verlas porque ya no tenía ocelos, ahora que no podía olerlas porque ya no tenía antenas, ahora que no podía besarlas porque ya no tenía palpos.

Por ella había perdido ya la cabeza.

Alessandro Boffa, Eres un bestia Viskovitz

2 comentarios:

Madame X dijo...

Jajaja... es genial y cáustico.

... X

Anónimo dijo...

Escuché ayer este relato en Radio3. Me descojoné vivo. Gracias por crear cosas como esta!